Ana María Matute: El ausente

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  • Опубликовано: 10 июн 2024
  • Voz: Manuel López Castilleja
    Música: Bach El Clave Bien Temperado Fuga en mi mayor
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    Por la noche discutieron. Se acostaron llenos de rencor el uno hacia el otro. Era frecuente eso, sobre todo en los últimos tiempos. Todos sabían en el pueblo -y sobre todo María Laureana, su vecina- que eran un matrimonio mal avenido. Esto, quizá, la amargaba más. «Quémese la casa y no salga el humo», se decía ella, despierta, vuelta de cara a la pared. Le daba a él la espalda, deliberada, ostentosamente. También el cuerpo de él parecía escurrirse como una anguila hacia el borde opuesto de la cama. «Se caerá al suelo», se dijo, en más de un momento. Luego, oyó sus ronquidos y su rencor se acentuó. «Así es. Un salvaje, un bruto. No tiene sentimientos». En cambio ella, despierta. Despierta y de cara a aquella pared encalada, voluntariamente encerrada.
    Era desgraciada. Sí: no había por qué negarlo, allí en su intimidad. Era desgraciada, y pagaba su culpa de haberse casado sin amor. Su madre (una mujer sencilla, una campesina) siempre le dijo que era pecado casarse sin amor. Pero ella fue orgullosa. «Todo fue cosa de orgullo. Por darle en la cabeza a Marcos. Nada más». Siempre, desde niña, estuvo enamorada de Marcos. En la oscuridad, con los ojos abiertos, junto a la pared, Luisa sintió de nuevo el calor de las lágrimas entre los párpados. Se mordió los labios. A la memoria le venía un tiempo feliz, a pesar de la pobreza. Las huertas, la recolección de la fruta… «Marcos». Allí, junto a la tapia del huerto, Marcos y ella. El sol brillaba y se oía el rumor de la acequia, tras el muro. «Marcos». Sin embargo, ¿cómo fue?… Casi no lo sabía decir: Marcos se casó con la hija mayor del juez: una muchacha torpe, ruda, fea. Ya entrada en años, por añadidura. Marcos se casó con ella. «Nunca creí que Marcos hiciera eso. Nunca». ¿Pero cómo era posible que aún le doliese, después de tantos años? También ella había olvidado. Sí: qué remedio. La vida, la pobreza, las preocupaciones, le borran a una esas cosas de la cabeza. «De la cabeza, puede…, pero en algún lugar queda la pena. Sí: la pena renace, en momentos como éste…». Luego, ella se casó con Amadeo. Amadeo era un forastero, un desgraciado obrero de las minas. Uno de aquellos que hasta los jornaleros más humildes miraban por encima del hombro. Fue aquél un momento malo. El mismo día de la boda sintió el arrepentimiento. No le amaba ni le amaría nunca. Nunca. No tenía remedio. «Y ahí está: un matrimonio desavenido. Ni más ni menos. Este hombre no tiene corazón, no sabe lo que es una delicadeza. Se puede ser pobre pero… Yo misma, hija de una familia de aparceros. En el campo tenemos cortesía, delicadeza… Sí: la tenemos. ¡Sólo este hombre!». Se sorprendía últimamente diciendo: «Este hombre», en lugar de Amadeo. «Si al menos hubiéramos tenido un hijo…». Pero no lo tenían, y llevaban ya cinco años largos de matrimonio.
    Al amanecer le oyó levantarse. Luego, sus pasos por la cocina, el ruido de los cacharros. «Se prepara el desayuno». Sintió una alegría pueril: «Que se lo prepare él. Yo no voy». Un gran rencor la dominaba. Tuvo un ligero sobresalto: «¿Le odiaré acaso?». Cerró los ojos. No quería pensarlo. Su madre le dijo siempre: «Odiar es pecado, Luisa». (Desde que murió su madre, sus palabras, antes oídas con rutina, le parecían sagradas, nuevas y terribles).
    Amadeo salió al trabajo, como todos los días. Oyó sus pisadas y el golpe de la puerta. Se acomodó en la cama, y durmió.
    Se levantó tarde. De mal humor aseó la casa. Cuando bajó a dar de comer a las gallinas la cara de comadreja de su vecina María Laureana asomó por el corralillo.
    -Anda, mujer: mira que se oían las voces anoche…
    Luisa la miró, colérica.
    -¡Y qué te importan a ti, mujer, nuestras cosas!
    María Laureana sonreía con cara de satisfacción.
    -No seas así, muchacha…, si te comprendemos todos, todos… ¡Ese hombre no te merece, mujer!
    Prosiguió en sus comentarios, llenos de falsa compasión. Luisa, con el ceño fruncido, no la escuchaba. Pero oía su voz, allí, en sus oídos, como un veneno lento. Ya lo sabía, ya estaba acostumbrada.
    -Déjale, mujer…, déjale. Vete con tus hermanas, y que se las apañe solo.
    Por primera vez pensó en aquello. Algo le bullía en la cabeza: «Volver a casa». A casa, a trabajar de nuevo la tierra. ¿Y qué? ¿No estaba acaso acostumbrada? «Librarme de él». Algo extraño la llenaba: como una agria alegría de triunfo, de venganza. «Lo he de pensar», se dijo.

Комментарии • 1

  • @anapinillos8780
    @anapinillos8780 24 дня назад

    Que relato tan emotivo, como suelen serlo los de Ana María Matute... Y buena narración; gracias por traerlo 👍