Miguel Sánchez Robles: Había becas, teníamos sueños

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  • Опубликовано: 5 окт 2024
  • Voz: Manuel López Castilleja
    Música: Händel_Concierto para arpa y orquesta
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    (Palabras para el acto de presentación del libro conmemorativo «Medio siglo vivido pedagógicamente» del 50 aniversario del IES «Ginés Pérez Chirinos» de Caravaca de la Cruz)”.
    Es muy difícil resumir medio siglo. Hay que abreviar. Decir, por ejemplo: Había becas, teníamos sueños… O parece como si una película en blanco y negro hubiese acabado y ahora estuviesen pasando las letras del final por la pantalla o hubiésemos llegado a las puertas del Cielo como se suele decir en los cuentos. Y en verdad estos cincuenta años parecen haber sido un cuento, un precioso relato que podría comenzar así:
    Érase una vez un mundo humilde, intransferible, quieto. Un mundo lento y rural, con balsas para el cáñamo y choperas en bancales de riego, con muros de horma en los que anidaban las abubillas, con familias numerosas que se sentaban en la mesa a comer en silencio y descalzas en verano, un mundo con niños que vivíamos con los ojos abiertos todo el rato y que íbamos al horno a decirle al tendero: “Ha dicho mi madre que me dé usted un pan”, un mundo de padres que trabajaban en la huerta o en ferreterías y llevaban guardapolvos grises y les faltaban los dientes de delante, y de madres que sabían coser y nos lavaban la cara echándole colonia a un pico de la toalla. Los muchachos íbamos por las tardes a ver parir ovejas y nos quedábamos sentados un largo rato en el caballón o en un ribazo asombrándonos de aquello. No teníamos juguetes, pero jugábamos con cualquier cosa. Era esa época en que existían los piojos y la tos, y había caballos y mulas de color hígado que era necesario darles de beber cada tarde en las acequias que estaban pegadas a nosotros, pasaban por la vida, las acequias, las carreteras y los caminos pasaban por la vida, y hasta las mariposas existían aún en medio de la gente y a veces las perseguíamos riendo de felicidad. Era esa época de los jerseys de lana y de jugar a la comba en las calles con las manos manchadas de merienda.
    Pero era también aquella época en la que muchas personas jóvenes y menos jóvenes tenían que huir de los pueblos para buscarse la vida en las nuevas industrias que comenzaba a haber en las ciudades o emigrar a Suiza o a Francia o a Alemania.
    En aquel entonces no había cocaína, ni videoclub, ni enfermos de sida, ni cajeros automáticos, ni diagnósticos de depresión masiva, ni pub, ni bicicletas mountain bike, ni páginas web, ni tanatorios, ni supermercados… Teníamos por delante muchos años hermosos para vivir, pero algunos sufríamos el temor clandestino de no llegar a ser más que unos pobres diablos incultos tremendamente banales que tendrían que irse muy lejos para ganarse el pan sudando en las vendimias o en las fábricas de Europa.
    Algunos de nosotros queríamos y anhelábamos llenar nuestras almas de trascendencia y nuestra cabeza de palabras auténticas y de conocimientos filosóficos o incluso de poesía. A la mayoría los ponían sus padres con diez o doce años a trabajar de sol a sol, jornaleros, ayudantes de herreros, mozos de albañil o hilando cáñamo en las Carreras, el destajo ¡siempre el destajo! Te ponían a hacer eso y ¡zas!: lo habías perdido todo. Y en esas estaba yo, en ese momento definitivo y crucial en el que debes empezar a tener cuidado para que la vida, como dijo Lennon, no sea aquello que te va sucediendo mientras que tú te empeñas en hacer otros planes.
    Pero un día, una tarde soleada de finales de junio o de septiembre, nuestras madres se quitaron los delantales, se recogieron el pelo, se pusieron sus mejores vestidos y nos fueron a buscar a los que estábamos jugando siempre en la calle. Entonces nos pusieron la ropa limpia de los domingos, nos lavaron con esmero la cara y nos echaron colonia. Si cierro los ojos ahora mismo puedo vernos a todos aquella tarde caminando con ansia y alegría por el camino con polvo de El Pasico hacia el nuevo instituto que el gobernador civil inauguraba esa noche.
    Recuerdo la ilusión en los rostros de aquellas madres nuestras que nos llevaron cogidos fuertemente de la mano con un sentimiento de orgullo y esperanza. Recuerdo cómo hablaban alegres entre ellas y cómo brillaba el último sol de la tarde en los panizos pequeños y en agua de las balsas y en las tapias. Recuerdo perfectamente la emoción en los ojos de mi madre, que aquella tarde había dejado de coser en su máquina Singer para llevarme a aquel acto, porque todo su empeño era que sus hijos pudieran estudiar una carrera, porque una carrera te salvaba de algo, y una carrera empezaba allí, en aquel instituto en el que aún no había luz eléctrica y tuvieron que poner un grupo electrógeno en la puerta.
    Y así empezó todo. Hace cincuenta años exactos, aquel mes de septiembre en el que ya pudimos ir al instituto aquellos muchachos de Caravaca de la Cruz que éramos hijos de obreros y a los que nos esperaban crepúsculos fatales para niños de entonces.

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